"SÍNTOMAS POSTMODERNOS: TITANISMO O PSICOPATÍA"
Gertrudis Ostfeld de Bendayán
Trudy de Bendayán es
una Analista Junguiana, Magister en Filosofia, con un Doctorado en
Estudios Psicoanalíticos. Reside en Caracas, Venezuela, es miembro de la
IAAP (International Association for Analytical Psychology) y de la AVPA (Asociación Venezolana de Psicología Analítica). Autora de dos libros: Anima Mundi y Ecce Mulier: Nietzsche and the Eternal Feminine
en proceso de publicacion por Chiron Publishing. Dedicada a la practica
privada y a la enseñanza. Este documento corresponde a la charla
dictada por la autora el 31 de marzo 2007 en Bogotá. Su e-mail es: mailto:%20ughj@hotmail.com
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"Me sostiene este vivir en vilo
sin ninguna señal, ni mapa, ni promesa,
en una antesala donde todos trajinan
como empleados, para olvidar".Rafael Cadenas, Intemperie.
Anterior
a la Modernidad, el hombre encontraba serenidad en un mundo que le
servía de sostén: se aferraba a Dios y a la tradición, encontrando en
estos valores, sosiego, seguridad y esperanza. Dios era el garante de
sentido (de la vida, las instituciones, de las leyes naturales y
lógicas). En contraposición, en la Modernidad, inaugurada con la
Ilustración (siglo XVIII), el hombre, privado de estos pilares
ontológicos, se encontró arrojado a un mundo incierto y azaroso. Con la “muerte”
de Dios, se perdió la posibilidad de todo apoyo proveniente de una
telelología trascendente. Sólo llegó a contar con el argumento del
progreso y una promesa de libertad y felicidad. En el epicentro del
constante cambio, transformación y del continuo devenir, el sujeto “arrojado a la existencia”
se vio precisado a comprenderse, construirse y definirse
periódicamente, con el fin de no extraviarse dentro del marco de esta
dinámica existencial. Sin embargo, el hombre moderno sólo había matado
la idea teológica de Dios.. El relevo lo asumió la razón, de la mano de
la ciencia y la tecnología, como dispensadora de sentido, de tal modo
sólo se cambió de soberano: fe por razón. Una teología sustitutiva que
sigue respondiendo a la nostalgia por lo absoluto profundamente
arraigada en la naturaleza humana.
El
trono del Otro omnipotente no que vacío, sólo hay un cambio de amo: el
Dios muerto es suplido por la entronización del hombre por el hombre
Poseído por la energía titánica pasó a ser, acorde con el dictum de
Protágoras, “la medida de todas las cosas,” el nuevo absoluto.
Sin embargo, al igual que lo sucedido durante la preeminencia de la
visión metafísica-religiosa, se había dejado de lado la consideración de
una parte primordial de la naturaleza humana: el cuerpo con sus
instintos, pasiones y emociones. Nuevamente, se había taponado los oídos
a fin de no escuchar el clamor de las necesidades vitales. La razón se
instituyó en el nuevo tirano y su primer mandato fue represar, una vez
más, la expresión libre de los instintos humanos. Bajo el imperio del
nuevo amo, todo aquello procedente de la esfera pulsional – emociones,
necesidades más íntimas de afecto, pasiones, creatividad, agresividad,
etc. – se iba tornando cada vez más sospechoso. Se creía quee ejercía
efectos obstaculizadores sobre la eficaz actuación de la razón. La razón
apolínea se fue separando por esta vía de los instintos dionisíacos y
dió lugar a ámbitos incompatibles. Se produce así, una ruptura entre el
mundo objetivo creado por la razón y el mundo de la subjetividad.
Semejante posición generó la represión de aquella parte del individuo
capaz de atentar contra el ideal regido por los discursos culturales
vigentes. Finalmente, la postura moderna se tradujo en una negación del
sujeto a expensas del sistema social.
Para
la modernidad, la razón no representaba un privilegio de un grupo o
clase social sino, más bien, el orden constitutivo del mundo. Emergió la
creencia en la igualdad de los hombres y, por ende, el individuo al
alcanzar la racionalidad total, coincidiría con la sociedad organizada
sobre la base de los principios racionales.
Dentro
del marco de la ideología modernista se concebía que el desarrollo del
individuo chocaba con los intereses de la sociedad: la razón intrumental
terminaba negando al sujeto en favor del sistema (la clonacion social).
La conocida fórmula que reza: “lo que vale para la sociedad vale para
el individuo” no es más que la afirmación de la muerte del sujeto. Los
instintos dionisíacos negados por la cultura prevaleciente condujeron a
una lucha sin cuartel en la interioridad del individuum haciendo del
mismo un dividuum a fin de preservar el ideal del yo moldeado acorde con
los sistemas valorativos imperantes. Una nueva dicotomía cartesiana
generadora de neurosis.
Con
esta oposición frente a todo aquello surgido de la esfera irracional,
el hombre perdió su fuerza creadora y afirmativa que residía
precisamente en su naturaleza instintiva. El “hombre abstracto” fue
escindido de su propio sustrato filogenético y mitopoyético. Como
resultado de la total negación de toda trascendencia fue conducido por
el sistema al camino de la decadencia generada por su propia
auto-enajenación. Se separó de su íntima matriz mitológica, nuestra
historia perenne y, por ende, de la materia primigenia de la psique. Al
respecto escribe Nietzsche:
Pero
toda cultura, si le falta el mito, pierde su fuerza natural sana y
creadora: sólo un horizonte rodeado de mitos otorga cerramiento y unidad
a un movimiento cultural entero (NT: 23)
La razón
ilustrada se develó como totalizante, controladora e instrumental lo que
condujo a la imposibilidad de formarse un juicio claro y unívoco para
asumir una posición coherente acerca de los criterios de racionalidad.
La caída de las certezas, aunada a la secularización de la verdad y la
promesa prometéica incumplida de la consecución de la felicidad condujo a
la crisis de valores. El mundo llegó así a ser un “fábula”, se
develó como una creación ficcional construida de simulacros. En
consecuencia, se vino abajo todo lo que se había estimado, hasta
entonces, como “sagrado, bueno, intocable, divino.” Cayó estruendosamente todo el “columbarioum de conceptos”, junto con los supuestamente sistemas de valores indefectibles sostenidos por la Modernidad.
La década de los sesenta marcó la culminación y el colapso de la cultura moderna con sus“grandes narrativas”
o meta-narrativas (teorías universales). Los movimientos de liberación
política, sexual y étnica asociados a la mencionada década son el
cumplimiento lógico del sueño moderno de obtención de libertad
incondicional pero, a la vez, representan el desmoronamiento de la
utópica búsqueda moderna de la verdad, de la visión optimista del
progreso histórico y del sustrato último de la realidad. Los eventos de
los sesenta y sus repercusiones han demostrado que existen muchas
maneras de asumir el mundo y numerosos estándares de comportamiento
todos igualmente válidos: el “todo vale” es el lema contundente
de nuestra era de relativismo. A pesar de que ahora se percibe una
nostalgia por formas, estilos y géneros del pasado (tendencia “retro”),
los impulsos prometéicos desencadenados han producido cambios
significativos irreversibles en nuestra actitud y visión del mundo.
El
período posterior a los sesenta ha sido un tiempo de transición, cuando
los movimientos radicales de la contra-cultura (que cobraron peso en
torno a las revueltas estudiantiles, al movimiento hippie, las drogas y a
los movimientos de liberación femenina y sexual) penetraron lentamente a
los segmentos más tradicionales de la sociedad y se instalaron de forma
radical. El término “post-moderno” es el nombre dado a ese período de transición. Sin embargo, el “postmodernismo”
es un movimiento que no es más que una de-construcción negativa sin
miras a la creatividad: un estado de transición infinita. Como
movimiento filosófico se puede describir como una forma de escepticismo
frente a las instituciones, autoridades, sistema educativo, normas
culturales y políticas, etc. Como tal, podemos hablar de la instauración
de una filosofía anti-fundamentacional que disputa la
validez/credibilidad del sustrato del discurso. En su ofuscación, el
postmodernismo no está abocado a la confrontación de cuestiones
esenciales: el disentimiento es la expresión más poderosa de su ethos y
se constituye en el hilo conductor del laberinto postmoderno. De tal
manera, se corre el riesgo de asegurar la hegemonía de lo sombrío de la
modernidad, su componente destructivo (la titánica psicopatía), sin
ninguno de los beneficios de ésta
A
modo de movimiento enatiodrómico (búsqueda de opuestos), el
postmodernismo constituye de por sí un nuevo paradigma cultural en el
proceso de total y opuesta diferenciación con el modernismo sin proponer
ninguna alternativa o proyecto substitutivo. La unidad, homogeneidad y
singularidad, valores de la Modernidad, han sido sustituidos
reactivamente en la postmodernidad por la fragmentación, heterogeneidad y
multiplicidad. En consecuencia, el postmodernismo puede ser descrito
como un “pastiche” sincrético: se observa una voluntad de
combinar símbolos de códigos o marcos disparatados de significación,
incluso a un costo de disyunciones y eclecticismo (por ejemplo, yoga y
champaña; cristianismo y astrología) (cf. Beckford, 1992, p. 19).
Careciendo
de alguna ideología sustentadora, el postmodernismo precariamente sólo
es capaz de proporcionarle al hombre canales de escape para actuar su
evasión ante el horror vacui. Vaciado de sentido y defraudado por el
incumplimiento de la promesa de felicidad, el retoño postmoderno se ve
enfrentado ante el abismo contemporáneo habitado por una anárquica
proliferación de valores, de verdades consensuales que conducen a 1) una
vacancia de sentido o nihilismo o a una 2) super-fecundidad de sentidos
que conlleva a una indeterminación inherente de significados.
Judith Squires describe así la condición postmoderna: “La
condición postmoderna puede ser caracterizada... mediante tres hechos
resaltantes: la muerte del hombre, de la historia y de la metafísica.
Esto involucra el rechazo de todo esencialismo y las concepciones
trascendentales de la naturaleza humana: el rechazo de la unidad,
homogeneidad, totalidad, cierre e identidad: el rechazo de la búsqueda
de la verdad. En lugar de estos ideales ilusorios encontramos la
aseveración de que el hombre es tan solo un artefacto social, histórico o
lingüístico: la celebración de la fragmentación, particularidad y
diferencia: la aceptación de lo contingente y aparente” (1993, p. 29).
El
postmodernismo con su compromiso con el disentimiento, pluralismo y
diferencia cultural y con su actitud escéptica frente a la autoridad
genera una inversión en la relación del sujeto con el colectivo: su
búsqueda ya no está orientada hacia el bien común, sino hacia su propia
persona traducida en una auto-complacencia. No obstante, desprecia su
propia trascendencia y, careciendo de una base argumental y coherente,
piensa y actúa dentro del estrecho horizonte de la inmediatez. Frente a
la desmitificación de los paradigmas modernos, reacciona dando rienda
suelta a sus represiones: busca desatar su individualismo teniendo por
horizonte la consecución de su propio placer sin alcanzar satisfacción
alguna El narcisismo bajo la forma de auto-idealización sustituye la
caída de los ideales colectivos.
En
esta consagración del sin-sentido, el hombre es poseído por una sed
fáustica de aventuras, y compulsivamente va en busca de nuevas y
continuas experiencias carentes de todo significado vital. Sus acciones
son auto-justificadas a través de la fabricación de una ética a su
medida la cual, a la vez, resulta ser una arbitrariedad “procusteana”:
está comandada por el afán consumista de moda. Como respuesta ante tal
situación, el hombre se aísla produciéndose en él un desapego emocional:
busca aquellas relaciones inter-subjetivas que no impliquen compromiso
alguno – incluso con él mismo -, como defensa de lo que supone
erróneamente como el derecho a su propia libertad emocional. La
promiscuidad es una vía idónea para lograrlo, además, al estar
constantemente bombardeado por imágenes que invitan a disfrutar de todas
las formas de placer sexual, la búsqueda de gratificación sexual ha
sido elevada al status de ideología oficial o, más bien, de imperativo
categórico: el goce ha devenido obligación.
Sin
embargo, debido a la amenaza inminente del sida aunada al sentimiento
creciente de alineación, el sexo virtual o cibernético ha ido
popularizándose. La virtualidad introduce al sujeto en el goce
auto-erótico: el individuo puede dar cumplimiento a sus fantasías sin
asumir los compromisos ni los avatares concomitantes a toda relación. Y
no es de extrañarse que consideren la renuncia al total contacto humano a
favor de una experiencia mutisensorial que podrá ser ofrecida por la
virtualidad tridimensional que prontamente parece asomarse. No sólo será
más estimulante y placentero que la “cosa real” el programa
sexual que podrá ofrecernos la tecnología, sino que para futuras
generaciones llegará a ser, esta relación virtual, la propia “cosa real”.
De
acuerdo al sociólogo francés y crítico postmoderno recientemente
fallecido Jean Baudrillard, la distinción entre objetos y sus
representaciones desaparecen. El veloz crecimiento de lo virtual está
generando que incluso el concepto de “realidad” sea cuestionado.
Nos hemos reintroducido a la caverna de la cual nos sacó Platón al tomar
nuevamente las imágenes proyectadas en las paredes de las paredes
cavernosas como los objetos reales.
En
la cultura del simulacro, por otra parte, la conciencia de identidad
llega a ser dependiente de la forma en cómo deseamos ser percibidos por
los otros, en lugar de ser moldeado a partir de un sentimiento profundo
de dirección interna. Lo que obtenemos es un sujeto sin identidad que
tan sólo resulta ser una superposición de múltiples máscaras que
ocultan, más bien, la evanescencia de lo real. El sujeto se mimetiza con
la mass media y vive, como un juego de espejos, en el “como si”:
Es como si amáramos. Es como si sintiésemos. Es como si viviéramos, son
perfectas palabras del insigne poeta venezolano Rafael Cadenas para
reflejar nuestra condición existencial. Con la caída de la credibilidad
institucional no hay un Otro que valide al sujeto como tal (trastorno
del Self, el arquetipo de la totalidad, en términos junguianos). Por
ende, el individuo actual carece de substancialidad, no es nada en sí
mismo y se constituye en un amalgamado de roles dictados por otros
particularmente por el mercado consumidor. Nuestra actividad como
consumidores define nuestra identidad, es por ello que el dictum
cartesiano pienso, luego existo se trasforma en la era postmoderna en
consumo, luego existo.
El hombre “posmo”
termina por extraviarse al no existir un humanismo coherente
comprometido con valores firmes y vinculantes. Pierde conexión con el
sentido de su propia vida y vive arrastrado en lo efímero y banal de una
sociedad abocada al espectáculo y al consumismo. Una vez alcanzado el
punto de sobresaturación de experiencias acaba por asumir una actitud de
perplejidad, ironía, indiferencia, evasión, des-compromiso profundo y
hastío que lo arrastran superficial y des-conectadamente hasta
dispersarse en la pluralidad circundante. La apoteosis de la
indiferencia pura que observamos en el sujeto postmoderno resulta de la
sobre-saturación imperante: hay de todo en exceso a excepción de
creencias firmes. A su vez, el desmedido crecimiento del mundo
relacional (superficial y utilitario), conducen al individuo
contemporáneo a experimentar una alineación tanto de su entorno como de
su propia humanidad. La carencia de intimidad y los sentimientos de
vacío, hacen que el hombre actual se vivencie poseído por una angustia
difusa que explica causada por la exigencias del veloz mundo
tecnológico, competitivo, sin fronteras y que busca sosegar a través de
titánicos excesos conducentes a una violenta consumación de su ser
(adicciones, promiscuidad, deportes practicados al extremo, velocidad,
pornografía, desmedida ansia de poder, etc.). Poder, vacuidad, mimetismo
y excesos son elementos básicos del tiranismo.
Gobernados
por un impulso futurista prometéico, sin ser siquiera dueños del
presente, las tendencias sociales y científicas convergen en reformular
una nueva concepción del ser: en una nueva construcción de lo que
significa “ser humano”. En su afán de eternidad, tanto la personalidad “natural”, así, como la apariencia “natural”
es reemplazada paulatinamente por la idea de re-inventarse uno mismo
siguiendo los modelos conceptuales en boga. Las metas de la biogenética
parecen ser más bien productos delirantes de la ciencia ficción. La
clonación, la posibilidad de intervención de las características del
embrión con miras a modificar aspectos de su desarrollo acorde a ideales
conceptuales en boga, la búsqueda de la “eterna juventud” y la
longevidad, ponen de manifiesto las anticipatorias visiones de Huxley,
Orwell y Asimov. Podríamos agregar a la pulsión de vida y muerte, la
pulsión de inmortalidad.
Por
ello, si el período de la modernidad se caracterizó por el
descubrimiento del ser, la era post-moderna puede caracterizarse por un
período transicional de la desintegración del ser. Posiblemente, lo que
sigue, sea la era de la re-construcción del ser. Sin embargo, esa
re-construcción parece ser más de índole conceptual que natural. En
consecuencia, existe una menor necesidad de interpretarse
psicológicamente o “descubrirse” y, más, el sentimiento de
alterarse o re-inventarse. La fantasía y la ficción se mezclan a fin de
servir de modelos para la nueva organización de la personalidad. Nuestra
sociedad, con el tiempo, irá ganando cada vez más el acceso a los
medios ofrecidos por la biotecnología que le permitirá optar
directamente cómo deseamos que la especie futura evolucione. Este nuevo
poder a la disposición, a fin de controlar si deseamos, la
reconstrucción de nuestro cuerpo ganará cada vez más adeptos. La
utilización de la manipulación genética será el asunto ético y social
más controversial.
A
diferencia de aquellas tecnologías capaces de traer más comodidades a
la vida, la ingeniería genética, con su acelerado desarrollo y
aplicación puede forzarnos a redefinir los propios parámetros de la
vida. Para ello requerirá de una nueva ontología. Nuestra propia
conciencia del ser tendrá que someterse a un profundo cambio si continúa
ceñida a los avances transformadores de las tecnologías biológicas. Una
nueva construcción del ser se hará inevitable a medida que las técnicas
de alteración del cuerpo logren adquirir estatus de lugares comunes.
Así como la cirugía estética ha llegado a ocupar un lugar en la
cotidianeidad, así también, lo harán en el futuro, el implante de chips
mega-informativos en el cerebro y la alteración genética. El ser se irá
haciendo cada vez más incompatible con las nuevas estructuras del
cuerpo. Se desarrollará una nueva organización post-humana de la
personalidad pues tendrá que reflejar la adaptación de los individuos a
nueva tecnología y a sus efectos socio económicos.
La
combinación de estas nuevas tecnologías no sólo conducirá a la creación
de nuevas formas de vida y canales de comunicación sino, además,
transformará nuestras percepciones del espacio y el tiempo que nos
conducirán a nuevas formas de estructuras del pensamiento. Vivimos en un
espacio sin barreras y en un tiempo comprimido, en un espacio y tiempo
acelerados.
El continuo bombardeo mediático no permite la apertura de un espacio para la reflexión, la cual requiere “fuego lento”, de tal modo que no hay posibilidad para la “psiquización”
de las experiencias: “la inflación de la información”, concluye
Baudrillard, conlleva a “la deflación de significado” (1994, p. 79). Los
medios nos ofrecen tan sólo una veloz sucesión de imágenes acompañadas
de comentarios compactados que impiden la utilización de un pensamiento
complejo. Incluso ante las imágenes de horror que plagan al mundo, vamos
agotando nuestra capacidad de asombro por la imposibilidad de “metabolizar”
emocional y psíquicamente el inmenso cúmulo de información recibida.
Las catástrofes que atestiguamos terminan por convertirse en
espectáculos a través de nuestras pantallas. La vertiginosa sucesión de
informaciones e imágenes acaba por neutralizar unas a otras. El exceso
los vacía de substancialidad Podemos afirmar que conocemos hoy acerca de
muchas cosas, mas comprendemos cada vez menos sobre la real naturaleza
humana.
Por
otra parte, si bien los logros de la ciencia y la tecnología han hecho
la vida más cómoda, a la vez, han logrado hacerla menos humana. La idea
del crecimiento ilimitado ha alejado al hombre de sus orígenes; lo ha
deshabitado de lo esencial. El sujeto se ha ido vaciando del sentido de
ser; se ha vaciado de alma. El alma es sabiduría, no conocimiento. El
enfoque post-moderno nos ha alejado de lo natural para sumergirnos en el
vacío conceptual: vivimos el “nihilismo de la transparencia o de la neutralización” como lo califica Baudrillard.
A pesar de la globalización, el hombre, como nunca antes se ha perdido en la nada vertiginosa. La disyuntiva hamletiana, “ser o no ser”, parece ya no tener cabida en nuestros tiempos. “A cual de las múltiples máscaras me adhiero yo”
es la problemática emergente. El pensador venezolano, Juan Liscano,
expresa la condición del hombre actual con las siguientes palabras: “el
vacío del alma contemporánea [resulta de la ruptura del] vínculo
espiritual con la naturaleza y sometida ésta a la exploración
tecnológica y a la destrucción ecológica, el civilizado se llena de
hechos efímeros existenciales, de inmediateces evanescentes, de
novedades publicitadas, envejecidas en seguida, ausente, exacerbado el
ego, sin participación ya en el inmenso ritmo cósmico. Es persona y no
participante dinámico del orden universal, es decir, personoe, máscara
de actor, sólo personaje en una desordenada e improvisada representación
del indefinible absurdo que nos rige” (1993, p. 117).
Por
ello, si la época de Freud puede ser conceptualizada como la era de la
neurosis, la nuestra pueda ser insertada, además de la psicosis, bajo la
égida de la psicopatía: del pathos (sufrimiento) de psyche (alma). La
psicopatía con sus manifestaciones destructivas y su carencia de ley,
orden y límites nos remite directamente al titanismo. Hemos traído lo
titánico-prometéico a escena y hemos enviado a Eros, el principio de
relación, de conexión y de intimidad (interna y externa) al exilio. Y es
que Eros necesita tiempo de sedimentación, y tiempo es de lo que más
carecemos: queremos más tiempo para matar el tiempo. Donde no hay eros,
reina el poder, concluye Jung. Es decir, la psicopatía. Todos contenemos
en nuestra naturaleza esta inferioridad psicopática capaz de irrumpir
cuando nuestro “precio” es alcanzado: sea este precio traducido
en poder, prestigio, dinero o placer. Realizando una impostación
junguiana al terreno psicosocial, el analista junguiano, Adolf
Guggenbühl-Craig, nos ejemplifica en su obra Eros on Crutches, las
consecuencias del exilio de Eros: Si bien, un guerrero con Eros lucha en
defensa de los valores que le son importantes y está presto a entregar
su vida por salvar la de otros o por sus elevados ideales, un guerrero
sin Eros, en cambio, es un mercenario brutal, un asesino en masa, un
exterminador demoníaco.
Sin
Eros, nos hemos convertido en máquinas omni-deseantes a fin de colmar
el vacío que nos invade. Más, lejos de colmarse, los deseos cumplidos se
precipitan al abismo, pues nuestros deseos no tienen una meta legítima.
Carentes de un proyecto de vida, son deseos sin objeto. No son
motivados por Ananké (Necesidad natural que determina la vida psíquica
desde el comienzo) sino que surgen de las necesidades artificiales
impuestas por el fantasma del consumismo que nos subyuga bajo una forma
vacía e inescapable de seducción.
Exiliados de nuestra interioridad, surge en el hombre contemporáneo
un renovado interés por la religión. La palabra religión procede del
latín “religare,” que significa re-conectar. Sin embargo,
literalizamos la necesidad de reconexión con nuestra interioridad
escindida buscando nuevos dioses o renovando los viejos. Por ello,
Kristeva concluye que esta aparente religiosidad “más que surgir de
una búsqueda legítima, parece, más bien, producto de una pobreza
psicológica que provee la fe de un alma artificial con miras a poder
reemplazar a la subjetividad mutilada.”Como todo lo relativo al postmodernismo, también esos intentos de religiosidad han asumido un matiz “light” y se han ubicado bajo el edulcorado término de “New age”,
nueva era. Dentro del marco de la irracionalidad que nos domina,
aquello incapaz de ser representado o aprehendido conceptualmente como
lo sublime (Kant-Lyotard) o lo numinoso (Jung) adquiere una enorme
importancia simbólica en el pensamiento postmoderno. En consecuencia,
las formas religiosas moldeadas por lo sublime como el misticismo
parecen encontrar ecos sonoros en nuestros tiempos.
Paralelamente,
podemos observar otra situación que está teniendo lugar en la
actualidad: en un intento por protegerse de la angustia traída por la
diversidad y pluralidad de discursos, saberes y valores, la conciencia
condicionada culturalmente al pensamiento monoteísta, al borde del
colapso, adopta reglas rígidas e inflexibles traducidas en un
fundamentalismo que no es otra cosa más que la afirmación de la “absolutización de lo relativo.”
Como consecuencia de la ausencia de mediaciones dialécticas
imposibilitada por el exilio de Eros, surge la sombra del poder y, con
la misma, la polarización bien-mal, con sus conocidas (y experimentadas)
nefastas consecuencias: la historia universal (y local) reciente ha
sido ejecutor y testigo del resultado de este estado de unilateralidad,
de sectarismo. Las “grandes narrativas” que declaramos
inoperantes vuelven a levantarse de las cenizas y los textos sagrados
buscan recobrar un lugar regente a fin de determinar el curso del
desarrollo y las metas del hombre. Pese a que el fundamentalismo
religioso es el ejemplo más claro de la reafirmación de las grandes
narrativas frente a las tendencias culturales inaceptables (relativismo
moral) no es la única forma de fundamentalismo: podemos hablar también
de un fundamentalismo político, ecológico, moral-secular, etc. Las
ansiedades paranoicas son despertadas bajo el clima de terror y sospecha
imperante en la era del terrorismo. En consecuencia surge una paradoja:
aunque el individuo postmoderno muestra un marcado cinismo frente a las
instituciones oficiales, al mismo tiempo, cree firmemente en la
existencia de conspiraciones por parte organizaciones secretas
políticas, militares, industriales, etc. que imagina controlan no sólo
las instituciones significantes (gobierno, prensa, mercados) sino la
existencia misma de los ciudadanos.
EL PAPEL DEL ESPACIO ANALÍTICO EN NUESTROS TIEMPOS
Si bien la tecnología no nos deja desamparados al ofrecernos la más diversa variedad de psicofármacos, a la vez, esos “paraísos artificiales” sólo perpetúan el problema cartesiano al atender el cuerpo y no el alma.
El
espacio analítico tiene un papel fundamental en la recuperación del
alma producto de estos tiempos de vacuidad y exceso: ofrece el témenos
(espacio sagrado) a fin de que el hombre se re-encuentre con su
intimidad perdida y pueda redimir su visión de la vida carente de
interioridad. Es el lugar capaz de invitar la reflexión con miras a
conducir el caos, a un cosmos y a un nuevo orden.
REFERENCIAS:
- Baudrillard, J. (1994) Simulacra and Simulation. Traducido por Sheila
Faria Glaser. The University of Michigan Press.
- Baudrillard, J. (2002) La ilusión vital. Siglo XXI de España Editores S.A.
-
Beckford, J (1993) “Religion, Modernity and Post-Modernity” en B. R.
Wilson (ed.), Religion: Contemporary Issues. London: Bellew.
-
Jung, C. G. 1979) Collected Works. Sir H. Read, M. Fordham, G.Adler and
W. McGuire (eds.), 20 vol. Princeton, N.J.: Princeton University Press
(Bollingen Series XX).
- Kristeva Julia (1995) New Maladies of the Soul. Traducido por Roos Guberman. New York: Columbia University.
- Liscano, Juan (1993) La tentación del caos. Caracas: Alfadil Ediciones.
- Nietzsche, F (1991) El nacimiento de la tragedia. Traducido por Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza Editorial.
- Nietzsche, F (1992) La Ciencia Jovial. Traducido por José Jara. Caracas: Monte Avila Editores.